martes, 9 de noviembre de 2010

Yo no sé los libros

Pensaba, sabía lo que escribiría, sabía perfectamente el tópico del que hablaría, la sintonía de una música agradable, buena compañía un tanto irreal, misteriosa y graciosa ayudaban al proceso aunque el “estar acompañada” no sirve de mucho cuando uno escribe, cuando uno se transforma en un trozo de papel, en unas letras y jeroglíficos tan extraños, curvos, perfectos, insípidos, llenos de maravillosas formas que dejan el corazón cálido, la mente estupefacta y el hipotálamo rojo de tanto amor o azul de tanta tristeza, colores fríos y cálidos se mezclan en esta enorme habitación en donde resuenan estas palabras, estas letras y las notas de una composición ya pasada y dejada atrás por el tiempo. Tan vieja como aquellas manecillas de reloj, tan verde como ese moho de las paredes y las telarañas de los rincones que saludan al terreno de los recuerdos de una manera inmortal y usual.

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